El último cigarro de Cortázar.

Conocí a Cortázar en Avenida de Mayo y Perú, en el barrio de San Nicolás de Buenos Aires Argentina. Recién había encendido el último cigarrillo que se le recuerde. Sus ojos desmesurados me miraban como queriendo indagar el sentido de mis pensamientos.

Ese día yo había caminado por toda la ciudad, recién llegaba a Buenos Aires y sentía como un golpe de luz interminable se abría paso de la Nueve hasta la Costanera, recuerdo que seguí ese rastro de luz como quien busca los restos de su propia alma en este fin del mundo tan inimaginable como desgarrador. Eran los primeros días de la primavera Bonaerse, las jacarandas  se apresuraban a lanzar una pregunta púrpura que daba la sensación de vitalidad verdadera a las grises calles de Microcentro. Llegue al café London atribulado por la sed, el recorrido me había agotado.

Ahora que lo pienso, no sé si toda mi estancia en Buenos Aires viví agotado, creo que si; y es que la ciudad se viene encima como la piedra de Sísifo, y yo, intruso en el fin del mundo, no podía mas que cooperar con el esfuerzo colectivo de llevar la piedra de la ciudad a la cima sólo para ver como caía nuevamente por la pendiente destruyendo unos sueños y despertando otros.

Ese 2008 fue especialmente mitológico, tanto que Cortázar estaba ahí, en el London, fumando un último cigarro. Cuando lo vi, no pude evitar decir en voz baja y para mi: “ pero, ¿de dónde le salieron tantos conejos rosados a este hombre?”. Julio parecía ahora un poco sorprendido, la fragilidad del instante en el que nos sostuvimos las miradas mientras encendía el cigarrillo parecía que iba a durar para siempre. Extrañamente, la gente sentada frente a él se levantó para que yo me sentara, una costumbre esencialmente nueva para mi que tuve que lidiar con la total ausencia de amabilidad de la que incluso presumen los porteños algunas veces. Ahora todo era distinto, tres personas me dejaban su mesa, me indicaron incluso que la mesa era mía que me sentara, que ellos se pasaban a la barra, confieso que aún hoy no entiendo este súbito arranque de cortesía.

En el preciso momento en el que me senté lo más cerca de Julio de lo que estaré nunca en mi vida me percaté de lo irremediable: ya no llevaba dinero conmigo; mire a mi alrededor, ahí estaba yo, pobre, cansado, sediento, en la mesa más solicitada de Buenos Aires, aspirando el humo imposible del último cigarro de Julio Cortázar.

Decidí ejercer un acto de resistencia y permanecer ahí todo el tiempo posible, embriagándome de los pensamientos del escritor. La figura del mesero me angustiaba, seguro me exigiría consumir alguna botella de lo que sea, seguramente iba a mandar traer a la guarida civil para que me echaran e hicieran escarnio publico conmigo justo en la plaza de Mayo, además, yo tenía una playera con un pequeño símbolo de la bandera de Inglaterra: la cosa no iba nada bien. Me preparé para lo peor, no tenia pensado volver en millones después de una muerte atroz a unos metros de la calle Defensa. De pronto, el momento fatídico llegó, mi resistencia sucumbía ante la inseguridad económica y ante el odio de los argentinos a mi remera, el mesero se acercó amenazador, entonces, en un ataque de inspiración casi barroco, las palabras brotaron de mi mente como bocanadas de aire fresco, iluminando el lado oscuro de mi corazón: “espero a mi madre, que le gusta venir a ver la foto de Julio”, dije mintiendo, mintiendo flagrantemente, mintiendo como un mal profeta bíblico, metiendo como un espía en plena conflagración militar, metiendo como un Judas infame, mintiendo como un poeta moribundo. El mesero sonrió y dijo: ah, ¿qué tal? a la mía también, es fanática de Cortázar; espere nomas, y desapareció con un gesto de honestidad cristalina que jamás olvidaré.

Instantes después, llegó con una botella de agua mineral, y dos tés; “cortesía de la casa”, dijo sin inmutarse, “para que la madre llegue de buen humor”, sentenció.

Ahí estaba yo nuevamente, tomando un té con la hipotética sombra de mi madre que en ese momento seguramente leía el evangelio según San Juan en su casa del norte de México, alejada por completo de las falsedades de su hijo en el fin del mundo, e ignorando que en Buenos Aires la esperaba un té y una botella de Agua mineral justo bajo la figura increíble de Cortázar.

Disfruté del té inmensamente, del mío y  del de mi madre por supuesto, la serenidad de la tarde daba un descanso al atribulado corazón de Buenos Aires; yo me dejaba querer por la gravitación de Julio. Nunca una ciudad me mintió tan bien.

Pase un largo rato meditando en silencio, suspendido en el tiempo, pensando en el eterno cigarro del escritor mientras un hilo de luz moría en el Rio de la Plata. Aun debía resolver el enigma de la madre, de pronto me di cuenta el mesero original ya no estaba, ahora estaba un chico rubio de ojos de lince, nuevamente el fantasma de la pobreza llamaba a la puerta y se burlaba de mi, y ahora, ¿cómo iba yo a explicar lo del té si me había tomado los dos? El mesero se acercó y retiró los platos; “todo esta pagado ya, muchas gracias”. Dijo lacónicamente, un alivio espectral recorrió mi cuerpo. La vida podía continuar su curso.

Era hora de irse; yo vivía a unas cuadras, en el cruce de Rivadavia y Pellegrini, en el decimo piso de un edificio soñoliento desde donde Argentina se revela como una mujer bipolar y deliciosa. Me despedí de Julio , el cigarro se elevaba sobre la realidad como una forma de evadir la muerte, pensé que Cortázar siempre fue así, un seductor de la realidad, lo hacia tan bien que la imaginación  encontraba la forma de vencer a lo establecido, de abrir el mundo hasta dejarlo vacío de certezas.

Mientras ese cigarro esté encendido, mientras Julio Cortázar se las arregle para engañar a la muerte, la casa, afortunadamente, siempre estará en desorden.

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